5 ene 2012

Cuando vivíamos sin ADSL

Cuando vivíamos sin ADSL:


Sí. Hubo un tiempo... Tal vez no lo recordemos. Hubo un tiempo en el que para mirar el correo teníamos que abrir el buzón del portal y recoger cuidadosamente las cartas. Hubo un tiempo en el que el teléfono del dentista había que buscarlo en un listín telefónico. Y hubo un tiempo en el que para conocer las noticias de última hora era imprescindible encender la radio. Hubo un tiempo, en fin, en el que no había más remedio que pagar por los discos para poder escucharlos, en el que las columnas de opinión solo estaban disponibles en los periódicos del día, y en el que el 40 % de los bloggers españoles que ahora consideran que sus opiniones son algo importante que aportar al mundo guardaban un silencio mucho más razonable que la incontinencia literaria que caracteriza nuestros días.



No hablamos de un tiempo tan lejano. En el año 1996 solo el 1 % de los entrevistados en el EGM se había conectado a internet, al menos, en el último mes. Hoy parecerían marcianos. Y en cualquier caso, aquella red no tenía nada que ver con esta. No existía la alta velocidad, el ADSL, y la conexión se realizaba a través de un módem. Era necesario enchufar los cables, abrir el programa oportuno y configurarlo, soportar el festival de ruiditos del módem durante la conexión y finalmente, lanzarse a navegar lenta y pausadamente. La mayoría lo hacíamos entonces a través de Netscape -hoy muy cambiado, reconvertido en un software libre llamado Mozilla-.



La guerra de los portales



Pero entonces los españoles teníamos que seguir la actualidad amarrados a la radio, los periódicos o la televisión, para conocer la última hora del angustioso secuestro de Ortega Lara, enterarnos de la llegada de José María Aznar a la Moncloa -como si fuera la del hombre a la Luna-, de la reelección de Bill Clinton, o conocer los detalles de tragedias naturales como la avalancha de agua que arrolló a más de un centenar de personas en el camping de Biescas, en Huesca. Sin embargo, en aquellos últimos meses de 1996, no sabíamos que tal vez estábamos informándonos así casi por última vez. Sin saberlo, cerrábamos una larga etapa en las comunicaciones.



No en vano, 1996 fue el año del punto de inflexión en la expansión de usuarios de internet en España, gracias, en gran parte, a la popularidad del nuevo servicio de Telefónica, Infovía, que permitía conectarse a internet en cualquier lugar, utilizando como infraestructura la red telefónica. Las tarifas que se aplicaban a estas conexiones a internet eran las mismas que en una llamada metropolitana. En menos de un año la red pasó de contar con 100.000 ordenadores conectados en España a 320.000. El dato no ilustra en absoluto la explosión de popularidad de internet que vendría justo después.



Aquella red parece hoy un cuadro de Madrid de los años treinta, en blanco y negro. Han llovido quince años que parecen siglos y la recordamos casi en sepia, vacía de todo contenido. La descubrimos sorprendidos, eso sí, cuando nos parecía imposible que dos ordenadores situados a miles de kilómetros de distancia pudieran intercambiar información. En realidad, a algunos nos sigue pareciendo imposible, incluso ahora que no fallan. Porque entonces todo era tan nuevo y tan lento que la mitad de las conexiones se quedaban en vanos intentos. De hecho, debido a la lentitud de internet, muchos internautas seleccionaban entonces la opción “navegación sin imágenes”, que permitía mejorar considerablemente la velocidad de descarga de las páginas web. El colmo de aquella irracional obsesión por acceder a la información como sea popularizó también la opción “navegar sin conexión”, que permitía visitar las últimas páginas almacenadas en nuestro PC sin necesidad de conectarse. Sufríamos aún el síndrome de leerlo todo, porque entonces creíamos que internet había que leérselo entero.



En sus comienzos en España, internet era un pequeño muestrario vacío, en el que apenas colgaban unas docenas de miles de páginas web personales extranjeras, y otras tantas institucionales. Todas ellas muy rudimentarias y plagadas de errores en su programación. Y, por supuesto, la mayoría, en inglés. Ahora sabemos que todo queda registrado, que el anonimato no existe, que detrás de cada frase en la Red hay un usuario en algún lugar del mundo. Pero en aquellos primeros días, internet nos parecía un planeta virgen, como un regalo milagroso, del que debíamos descubrir lentamente cada uno de sus tesoros.



En 1999 comenzó la guerra de los portales, páginas web que, además de información, noticias y otros contenidos, albergan servicios adicionales como correo electrónico gratuito, información bursátil o salas de chat. Así, millones de usuarios se crearon sus primeras cuentas de correo electrónico gratuito en la recién nacida Terra -de Telefónica-, en MSN, Hotmail, Yahoo o Ya.com, perteneciente al proveedor de internet Jazztel.



La fría crueldad del progreso



Por otra parte, en el sector de los buscadores, Google todavía no había tomado descaradamente la delantera a todos los demás, y competía con Yahoo, o incluso con otros como ¡Olé!, el primer gran directorio de recursos en castellano. Si bien las búsquedas no permitían ni la mitad de precisión que ofrece ahora este servicio, y encontrar el destino adecuado era, sobre todo, cuestión de suerte.



1999 resultó un año clave para el desarrollo de la red que actualmente conocemos, sobre todo después de que el Ministerio de Fomento y Telefónica llegaran a un acuerdo para poner en marcha la tarifa plana en España, utilizando la tecnología ADSL, que permitía una conexión de alta velocidad disponible las 24 horas del día. El Gobierno preveía que la implantación del sistema se produciría entre 1999 y 2001. Al igual que había ocurrido en otros países, las tarifas planas y la navegación de alta velocidad supusieron el empujón definitivo para la expansión de internet en España.



La moda de los portales -beneficiada por la mejora de la velocidad de conexión- popularizó mucho antes los servicios de chat que los de correo electrónico. El principal problema del correo electrónico en sus comienzos era simple: para poder enviar algo a un destinatario, este debía tener también correo electrónico, y nosotros debíamos conocer su dirección. No era tan fácil en un tiempo en el que la mayoría de la gente ni siquiera tenía internet en casa. El chat, en cambio, se convirtió en el medio de comunicación digital por excelencia -en paralelo a la explosión de los llamados cibercafés-, y reinó durante casi una década como el gran vehículo de relaciones sociales en internet. Relaciones sociales, eso sí, basadas en el anonimato.



Las salas de chat ocupaban lugares destacados en la mayoría de los portales, y se dividían por categorías, edades o razones geográficas. Así, al anochecer, algunos doctores mataban sus ratos libres discutiendo sobre medicina en una sala de chat exclusiva para este colectivo, mientras que otros preferían entregarse a la poesía en cientos de salas dedicadas a poetas frustrados, atestadas de adolescentes de emoticono fácil. Muchos chats estaban destinados al amor y la amistad, y así comenzaron las primeras desvirtualizaciones -como se llama ahora, en la jerga de las redes sociales, a conocer en persona a alguien a quien has tratado solo a través de internet-: jóvenes que quedaban para ir a un concierto o enamorados digitales que decidían concertar una primera cita. Arriesgadísimas experiencias de las que surgieron miles de desengaños, algún amor para toda la vida y muchos, muchos problemas de seguridad entre adolescentes. Era solo el comienzo de la otra cara de internet.



En menos de diez años, nuestros hábitos de ocio, información y comunicación han cambiado por completo, gracias a la expansión de internet en nuestros hogares y oficinas, y ahora también en nuestros teléfonos y dispositivos portátiles. La última hora informativa está a un clic en cualquier lugar del mundo, las entradas para el cine o el teatro o la reserva de un restaurante se realiza a través de internet, las previsiones meteorológicas y planos de carretera están al alcance de la mano en nuestros dispositivos móviles, y el correo postal ordinario ha quedado reducido casi en exclusiva a comunicaciones oficiales, y en particular, a las cartas de Hacienda y las multas de Tráfico; algo que, por otra parte, le ha privado incluso de la muerte nostálgica y entrañable que tal vez merecía tan legendario servicio de comunicación escrita. Es, dicen, la fría crueldad del progreso tecnológico.



Música gratisY, de pronto, con el cambio de siglo, los españoles conocimos Napster, y nos parecía increíble. Un programa que, conectado a internet, te permitía descargar todo tipo de canciones de forma gratuita. En Napster no estaban las últimas novedades discográficas, eso llegaría mucho después. En esta plataforma se encontraban, sobre todo, aquellos discos descatalogados, que habían sido editados en vinilo en las décadas anteriores, y que las discográficas se habían negado a reeditar en CD -aunque posteriormente cambiaran de opinión-. Así, Napster hacía posible descargarse discos de pop español, de grupos tan variados y diferentes como Duncan Dhu, Celtas Cortos, Dinamita pa los Pollos, Pistones, Mamá o Los Limones. Un auténtico tesoro para quienes daban por perdidas todas esas canciones, que solo podían hallarse, con suerte, en ferias del disco de segunda mano. Con Napster, por supuesto, llegó la polémica de los derechos de autor, de la que tanto se ha escrito ya.



Extra, extra!



La prensa escrita española llegó tarde y mal a internet. El Mundo tomó la delantera en este terreno, dándole la vuelta a la tortilla de los quioscos, donde el primer puesto siempre había correspondido a El País. El diario de Prisa, por su parte, nunca vio con claridad si debía ofrecer sus contenidos gratuitamente en la Red y realizaron más de un intento fallido de comenzar a cobrar por sus publicaciones. En los primeros años del presente siglo, todos los proyectos de medios que decidieron cobrar por sus ediciones digitales fracasaron. A medida que aumentó la oferta gratuita, ningún usuario quería pagar por algo que se ofrecía gratis en otro sitio. Durante años, ha existido un encendido debate sobre si debían ofrecerse en la web o no los mismos contenidos que en la edición impresa del diario, o generar contenidos nuevos. Hoy, las ediciones digitales de los periódicos ocupan un lugar central en las grandes empresas de comunicación, fundiéndose frecuentemente con el resto de las redacciones, y sirviendo de ventana de urgencia, por la que arrojar a la Red las exclusivas e informaciones de última hora que posteriormente se ampliarán en los programas habituales de radio y televisión o en la edición impresa de los periódicos del día siguiente. La web ha dejado de ser una amenaza para la prensa y se ha convertido en una interesante oportunidad, en plena crisis del sector.

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